El secreto de la vida

Nació a la par que las primeras flores.

Ellas brotaban abundantes y coloridas en campos y jardines, alegraban con su belleza el paseo de los humanos, aunque si podían elegir preferían los lugares deshabitados, en los que los pájaros e insectos eran sus únicos admiradores.

Así fue su llegada, alegre.

Su sonrisa y ojos grandes hacían presagiar una mente curiosa, dispuesta a descubrir un mundo nuevo, porque cuando llegas todo lo es.

A su alrededor, las caricias le hablaban de un buen lugar. Había nacido en el sitio correcto, donde se te espera con entusiasmo y mucho amor.

La infancia quedó atrás, pero no la echaba en falta porque la juventud tenía otras muchas compensaciones, las que tenían que ver con locuras, amor, aprendizajes, viajes, sueños, inicios, descubrimiento…

Mágico verano. Se sentía una caminante de la arena, porque cuando sus pies la pisaban, bautizada por la espuma de las olas, su vida cobraba sentido.

Era una lástima que el tiempo no diera tregua. Se sentía tan viva que era imposible imaginarse otra cosa.

La felicidad era una ciencia que se dedicaba a estudiar con esmero.

Intentar celebrar cada día y redescubrir lo conocido como si fuera nuevo, porque en realidad siempre cambia algo, aunque seas tú.

¿Cómo fue que llegó el otoño?

Debió ser cosa de un viaje temporal, alguna explicación de física cuántica debía de tener porque no era consciente del trayecto, y aún así, una nueva estación había llegado a su vida.

También era bonita y llegaba cargada de sorpresas. El círculo se iba ampliando y había más amor por dar y recibir. Seguía siendo igual de curiosa, como aquel bebé que sonreía, aunque ahora, algunas arrugas enmarcasen su mirada.

La vida nunca se detenía del todo, sólo paraba en las estaciones para que los pasajeros pudieran subir o bajar según su destino.

Y así, sin más, llegó el invierno.

Estaba siendo duro, más frío que otras veces.

Salía poco, porque el andar resultaba pesado a su edad, con ese aire gélido que parecía penetrarle en los huesos. Lo que más agradecía eran esos momentos familiares, arropada frente al fuego, tomando un té caliente o incluso un chocolate, que tanto disfrutaban sus nietos.

Miró su reloj sorprendida, ¡había pasado un nuevo día!. Sí, el tiempo y la vida volaban, pero por eso cada instante es un tesoro.

Querer, soñar, cuidar los detalles, compartir, evocar recuerdos bonitos, reírse con ganas, llorar sin complejos cuando hace falta, ilusionarse, saber disfrutar de los placeres pequeños o grandes, respirar despacio, buscar la magia que forma parte de nuestra luz, sentir la inocencia infantil que permanece dormida en nuestro interior… Cada acción y emoción tiene su causa y efecto.

Vivir a veces es perder, pero precisamente por ello, cualquier cosa por la que debamos sentirnos agradecidos debe ser valorada, porque todo es efímero, incluso nosotros.

Seamos conscientes de cada instante, porque ese es sin duda el secreto de la vida y la felicidad.

Fotografías. Imagen 1 Gerd Altman – Imagen 2 Juli Reichel – Imagen 3 y 4 Jill Welington – Imagen 5 Free-Photos a través de Pixabay.

¡Hasta el próximo Post!

Elena Tur

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