
En una zona boscosa entre montañas, se encontraba semi escondida la pequeña localidad de Los Arces de San Pedro.
Como podía intuirse, el arce era una de las especies emblemáticas de la zona, y no sólo había cedido el nombre al lugar sino incluso su figura, que estaba integrada en el escudo del ayuntamiento.
Las calles del pueblo, empedradas, dibujaban sinuosos caminos sube-baja, bordeadas por casas clonadas, todas iguales entre sí, con las pequeñas diferencias que les hubieran transmitido sus propietarios. Balcones con flores o sin ellas, pintura impecable o desgastada…; cada una contaba algo de sus moradores, pero todas ellas en su conjunto, convertían el pueblo en un sitio encantador.



Ese otoño, cuando los árboles habían tomado su característica tonalidad cobriza, y las hojas volaban arrastradas por los primeros aires fríos, alfombrando los suelos, se desató la polémica ante la presencia de un nuevo habitante.
Llegó en un Uber, a todo lujo, y como si quisiera hacer algún tipo de entrada triunfal en lugar de que el vehículo la dejara frente a la que sería su casa, se bajó delante del consistorio, en pleno centro del pueblo.
- Se trataba de una mujer extraña y llamativa, al igual que los artículos que trajinaba en su enorme trolley marrón, como descubrirían poco tiempo después.



Su larguísimo cabello rojizo conjuntaba a la perfección con la hojarasca otoñal y mientras algunos vecinos la observaban tras las cortinas de sus ventanas, ella caminaba arrastrando la pesada maleta que marcaba el rítmico sonido del traqueteo sobre el irregular empedrado.
Lindando con el bosque, se encontraba una de las pocas casas deshabitadas del pueblo. Llevaba años vacía, desde que murió su anterior propietaria. Allí se dirigió la joven, que decidida sacó del bolso una llave vieja algo oxidada, para abrir el portón de madera que lanzó un chirriante quejido por el desuso.
En su interior, polvo y telarañas competían en abundancia. Los muebles tapados bajo sábanas blancas creaban una atmósfera de abandono y soledad. Pero lo que para muchos habría representado desánimo para ella era un reto, y dejando en una esquina el trolley, su bolso y el abrigo, se arremangó dispuesta a darle vida al lugar.



Una semana más tarde no sólo estaba bien instalada, si no que la casa parecía otra. Además, se había encargado de darse a conocer entre los vecinos, repartiendo con buenas artes -la de las sonrisas y la cháchara- unas peculiares tarjetas en las que, bajo su nombre, rezaba «tienda de magia y hechizos».
La mujer sabía que el mundo esotérico despertaba rechazo e interés a partes iguales, y también que eran muchos los que tras la inicial fachada de escepticismo, acababan picando por la curiosidad. Si le añadíamos que en un pueblo pequeño como aquel, la rumorología tenía más éxito que la publicidad, daba por hecho que empezaría a tener visitantes más pronto que tarde. Y así fue.
Primero, se dejaron caer las vecinas más curiosas, ansiosas por saber de primera mano en qué había convertido el hogar de la difunta Doña Cecilia, quien fuera muy popular en vida por agasajar a los vecinos con deliciosas tartas.
Todas ellas podrían contar que estaba muy limpio, y que como si no hubiera pasado el tiempo, cada cosa estaba en el lugar que le correspondía. Punto a favor de la nueva, que respetaba a los muertos y sus pertenencias.
Entre eso, un buen bizcocho casero acompañado de un café caliente, y lo bonito que quedaban los jarrones decorados con largos tallos de hiedra y flores frescas, era fácil dejarse conquistar.



Con la partida medio ganada, era cuando la joven les hacía pasar a un pequeño cuarto que había junto a la entrada; el único lugar de la casa que había sufrido una auténtica transformación. No era una habitación al uso, si no que se había convertido en una tienda improvisada.
Artilugios del todo insospechados llenaban la estantería de madera y la mesa que había a su lado. Bolas de cristal de diferentes tamaños, barajas de Tarot, amuletos y talismanes, velas para rituales, piedras energéticas, aceites esenciales y un largo etcétera de productos extravagantes, que se convirtieron en la comidilla de los vecinos de Los Arces de San Pedro.



- Aunque la joven no pudo librarse de algunas críticas, por suerte la caza de brujas formaba parte del pasado, y lo que podría haber sido un asunto oscuro y tenebroso se convirtió en el centro de atención de la localidad.
Al poco tiempo, no había abuela sin amuleto en el cuello; ni pareja sin su aceite para desestresarse o lo que terciara; ni vaca sin sus piedras para que la leche fluyera abundante; ni casa sin sus velas para aumentar la armonía. Eso por no contar que cualquiera que se enfrentase a alguna incógnita vital se pasaba a que le echara las cartas para aclarar dudas.



Salvo el párroco que se limitaba a saludarla con un gesto de cabeza, todos se convirtieron en habituales de la Tienda de Magia y Hechizos, que con el tiempo acabó siendo más popular que Doña Cecilia y sus tartas.
Fotografías de Pixabay.
¡Hasta el próximo Post!



Me gusta mucho tu relato y como siempre me quedo con ganas de seguir leyendo. Tienes el don de poner la miel en los labios y dejar la puerta abierta a la imaginación….
Gracias. Que bonita es la fantasía…
Sigue con la historia….
Me parece que de cada historia tendré que poner más de una gota, porque siempre pedís continuación… Ok, algo pensaré.
Cómo enganchan tus mini cuentos! Son muy bonitos
Como el perfume, concentrados y en frasco pequeño 🙂
Preciosa historia. Y siempre te quedas con ganas de que continúe.
Gracias sister.